La Cáscara de Naranja, del Desecho al Manjar Sustentable

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La naranja confitada es un dulce tradicional que representa la convergencia de conocimientos ancestrales, prácticas culinarias virreinales y una mirada contemporánea hacia la sustentabilidad. Con el uso del agua de cal y los métodos actuales de confitado, esta técnica conserva las frutas, pero también preserva historias, conocimientos y sabores. En un momento donde la cocina circular cobra relevancia, el confitado de cáscaras de naranja se convierte en un ejemplo claro de cómo la ciencia y la tradición pueden mezclarse para la producción de alimentos con valor cultural y sostenible. En el siguiente artículo, el chef Carlos Isac Rivas Vela nos revela la historia de este postre que convierte el desecho en un verdadero manjar. Foto de portada: Penelope883 en Pixabay

Naranja confitada: tradición, ciencia y sustentabilidad

Autor: Carlos Isac Rivas Vela
Coautoría y revisión: Salvador Omar Espino Manzano y Eduardo Plascencia Mendoza

Los métodos de conservación de alimentos han sido fundamentales para la supervivencia de las sociedades humanas, especialmente en periodos de escasez o sobreproducción. Técnicas milenarias como la salazón, el ahumado o el deshidratado —particularmente aplicadas a carnes y pescados— han perdurado hasta nuestros días, destacándose por su eficacia y relevancia cultural.

Con el surgimiento de la agricultura, se volvió necesario desarrollar métodos específicos para preservar alimentos de origen vegetal. En Mesoamérica, por ejemplo, se descubrió que algunos frutos como la calabaza (de regiones correspondientes a los actuales estados de Colima, Nayarit y Jalisco) y frutas como la papaya (en la península de Yucatán) podían conservarse durante más tiempo al ser sumergidos en una solución de cal viva, lo que detenía parcialmente su deterioro natural mediante un proceso de calcificación de su estructura de celulosa y hemicelulosa, de la cual está conformado principalmente el pericarpio de frutas y vegetales.

Estos insumos podían o no ser sometidos a una cocción posterior en agua pura o fortalecida con mieles de abeja o de agave cocido, hasta convertirse en alimentos que, además de complementar la dieta, fueron fundamentales para el desarrollo de la cultura prehispánica.

Esta técnica, heredada a través del tiempo y perfeccionada en Mesoamérica, sirvió como base en las cocinas conventuales del México del siglo XVI para desarrollar lo que posteriormente sería conocido bajo el término genérico de frutas cristalizadas. Esta versión virreinal también incorpora los conocimientos sobre cocciones en almíbares que se establecieron en la península ibérica tras 800 años de dominio musulmán, y que llegaron a la Nueva España como un repertorio culinario y cultural propiamente ibérico.

Podría decirse que es uno de los claros ejemplos de sincretismo alimentario. Así, el higo, la piña o el chilacayote eran sumergidos en agua de cal —en un proceso que puede identificarse como alcalinización o calcificación y que difiere de la nixtamalización porque el sistema de agua con cal no es expuesto a calor directo ni se deja reposar tras la cocción— durante varias horas, para después enjuagarse y cocinarse en un almíbar que podía aromatizarse con especias, hierbas y hasta flores. Según el tipo de insumo, el proceso de inmersión en el almíbar natural o perfumado podía extenderse durante varios días, hasta lograr una superficie cubierta de cristales de azúcar, característico acabado de las frutas cristalizadas.

Desde entonces, la fruta cristalizada ha ocupado un lugar destacado en la dulcería tradicional mexicana, aunque en la actualidad enfrenta una pérdida de valor frente a la competencia de la industria global de golosinas, que ha encontrado otras rutas para la producción masiva de estos insumos, desplazando algunos procesos artesanales y propios de la tradición, como la exposición inicial al agua de cal, el perfumado de los almíbares o el reposo dentro de los jarabes para generar distintas texturas y consistencias. En este punto conviene distinguir entre los conceptos actuales de confitado y cristalización en la repostería contemporánea: el primero alude a una cocción prolongada en azúcar que produce una apariencia brillante y traslúcida, y el segundo ocurre cuando, tras el secado, el azúcar forma cristales visibles en la superficie, dando lugar a un producto más firme y opaco.

Un ejemplo notable es la naranja confitada, cuya elaboración implica una técnica que conjuga tradición, ciencia culinaria y aprovechamiento sustentable. El proceso consiste en reemplazar gradualmente el contenido de agua de la fruta por azúcar, a través de una cocción lenta y controlada en almíbar. Este método actúa como conservador al producir un fruto dulce, de textura blanda y larga vida útil. Lo interesante de la cáscara de naranja es que, al tratarse de un subproducto —el jugo es el producto principal—, su uso como confitado representa una forma de valorización sostenible. A diferencia de otros frutos, no requiere tratamiento previo en cal, ya que su composición rica en celulosa, lignina y pectina le permite soportar el calor del almíbar sin deshacerse.

El proceso técnico inicia con la limpieza de las cáscaras, retirando el bagazo y la mayor parte de la parte blanca (albedo), que puede resultar muy amarga. Luego se blanquean en agua hirviendo durante unos minutos, repitiendo el procedimiento para suavizar su textura y reducir los compuestos amargos. A continuación, se elabora un almíbar en proporción 12:1 (azúcar:agua), se lleva a ebullición y se incorporan las cáscaras. La cocción debe mantenerse constante hasta alcanzar los 115 °C.

Durante este proceso ocurre un fenómeno físico-químico denominado ósmosis, mediante el cual el agua contenida en la cáscara migra hacia el almíbar más concentrado en azúcar, mientras el azúcar penetra en la fruta. En los primeros momentos de la cocción, el almíbar penetra gradualmente en el tejido de la cáscara, mientras el agua de la fruta comienza a salir hacia el medio externo.

Este intercambio no es instantáneo, sino que depende de factores como la temperatura, la concentración del almíbar y el tiempo de exposición. A medida que avanza el proceso, el contenido de agua en la fruta disminuye y el de azúcar aumenta, transformando la estructura interna del tejido. El azúcar actúa no solo como conservador, al reducir la actividad del agua (Aw) y limitar el crecimiento microbiano, sino también como agente texturizante, confiriendo elasticidad, firmeza y una dulzura característica. Es fundamental evitar que el agua del medio se evapore por completo, ya que esto provocaría la caramelización del azúcar y, en consecuencia, que el producto se queme. Una vez que comienza la formación de cristales, las cáscaras deben colocarse en bandejas y dejarse secar, obteniendo así el producto final.

El conocimiento de técnicas tradicionales como el confitado de frutas permite no solo la revalorización de los saberes culinarios, sino también una reflexión crítica sobre el uso de ingredientes locales, de temporada y de bajo impacto ambiental.

En un contexto donde la sostenibilidad ha cobrado una relevancia central, utilizar subproductos como la cáscara de naranja se alinea con las prácticas de cocina circular, reduciendo desperdicios y promoviendo un uso integral de los alimentos.

Así, el uso de frutas confitadas y cristalizadas en la repostería contemporánea contribuye a reforzar una identidad gastronómica que valora lo artesanal, lo local y lo tangible. Estos ingredientes actúan como vehículos de memoria, tradición y cultura, evocando sabores familiares pero reconfigurados con técnicas modernas que respetan el origen sin renunciar a la innovación.

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